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COLORIDO RECORRIDO POR SUMPANGO

MARCELA RECINOS/ 2 DE NOVIEMBRE, 2016

Habíamos quedado en estar puntuales. A las 7am, ni un minuto más, en la casa de Wicho para poder llegar temprano y conseguir parqueo. El día antes era la fiesta de Halloween, por lo que yo sabía que mis amigos no iban a llegar a tiempo al día siguiente. Yo, sin embargo, no fui a la fiesta, pero de igual forma, el día siguiente me costó muchísimo levantarme temprano. 

Mi primera alarma sonó a las seis menos cuarto, pero solo la apagué y seguí durmiendo. Luego sonó la de las seis en punto, y me levanté de un susto. La verdad estaba muy emocionada, pues siempre había querido ir a Sumpango a ver los barriletes gigantes, y no quería llegar tarde. Me metí a bañar rápido, y  me puse la ropa que ya había dejado lista el día anterior. 

Salí de mi casa a las siete menos cinco, entonces supuse que iba a llegar tarde. El camino duró cuestión de minutos, pues a las siete y cinco ya estaba donde Wicho, y era la primera en llegar. Andrea y Juan tardaron pocos minutos más, y a las 7:15 ya estábamos saliendo. 

Todos íbamos emocionados, hablando de cómo serían. Desde que salimos fuimos escuchando música de Andrea, pues yendo de copiloto le tocó también ser la DJ. A medio camino a todos nos dio hambre, pues por lo temprano apenas y habíamos comido, por lo que se nos ocurrió pasar comprando un desayuno de McDonald’s. Había muchos carros en la cola del autoservicio, pero preferimos hacerla para comer en el carro y seguir nuestro camino. 

Wicho nos había dicho que se sabía el camino, y todos íbamos confiados que esto era cierto. Ya estábamos por llegar según él, pero luego nos dimos cuenta que no estábamos en el lugar correcto. Antes de llegar a Sumpango, había un cruce a la derecha, el cual nos guiaba a Santa María Xenacoj. Era un camino estrecho, y aunque el carro de Wicho es pequeño, sentíamos que no cabíamos. Llegamos al centro del pueblo, donde le preguntamos a unos policías, quienes nos dijeron que el evento era en la entrada del pueblo, a la par de una cancha de futbol. Fuimos de regreso, y nos metimos en un camino aún más estrecho y de tierra. Sin embargo, ese camino no daba a ningún lado. Había unos campesinos pasando por ahí, y les preguntamos  también donde quedaba el evento de los Barriletes Gigantes de Sumpango, y ellos si nos supieron decir con certeza que era “a dos gasolineras, saliendo de Santa María”. 

No había lugar para retornar, por lo que tuvimos que salir del estrecho camino de tierra en reverso, hasta llegar a la entrada del pueblo para poder salir. Llegamos de nuevo a la carretera, y luego de la primera gasolinera encontramos una señal que decía “Sumpango”. Unos 100 metros después encontramos la segunda gasolinera y una cola de carros larguísima para entrar a Sumpango. La cola empezaba desde la carretera, pero fue pasando rápidamente. Cruzamos todo el pueblo, hasta que llegamos donde había parqueo público. Entramos, y como toda la parte de abajo estaba llena, nos dirigieron a parquearnos a una cancha que estaba sobre una pequeña colina. Por un momento pensamos que no íbamos a subir. El carro de Wicho, a media colina, comenzó a patinar, pues la tierra estaba húmeda. Wicho retrocedió el carro y aceleró con todas sus fuerzas unas tres veces, hasta que logramos que el carro subiera. Nos parqueamos y salimos listos para una gran caminata. 

El sol estaba fuertísimo, y apenas eran las 8:30 de la mañana. Salimos del parqueo, y le preguntamos a un señor qué tan lejos estaban los barriletes. Teníamos que caminar más de dos kilómetros bajo el sol, por lo que decidimos mejor irnos en un busito. Cada uno pagó Q5, y nos subimos al bus. Era color corinto por fuera, pequeño, pero cabíamos de sobra los cuatro. 

Pasamos por calles súper estrechas, donde la gente pasaba amontonada caminando a los lados. Nos dejó el bus, y comenzamos a caminar cuesta arriba. Había cantidad incontable de gente por todos lados, el sol estaba cada vez más fuerte, y yo en un momento sentía que me ahogaba. 

Llegamos a la mitad del camino, al cementerio. Dentro ya no estaba tan acaparado de gente. Había muchas personas realizando ritos con candelas frente a las tumbas de sus familiares, y un olor a pino e incienso por todo el lugar. El paisaje era precioso, pues se mezclaban todos los colores de las tumbas con las montañas y  el cielo forrado de un celeste oscuro. 

Cada uno de nosotros nos quedamos un rato nada más observando; tomamos algunas fotos y seguimos camino hacia la cancha donde estaban los barriletes. La subida la sentimos eterna, pero me iba distrayendo viendo cada uno de los puestos de venta. Había una cantidad

impresionante de cosas típicas distintas, y como me encantan nuestras telas típicas, me iba quedando hipnotizada en cada uno de los puestos. 

Hubo un momento donde ni uno de los cuatro podía más, y fue ahí cuando vimos un puesto de cerveza y micheladas. Vimos nuestra salvación contra el calor. No nos importó hacer la cola, y luego de unos minutos tuvimos el gusto de disfrutar de una cerveza fría y refrescante. Con la cerveza en mano seguimos nuestro camino. Ya estábamos cerca. 

Entramos a la cancha, donde al fondo se podían ver la grandeza de los barriletes. El evento se hace en una cancha inmensa de tierra. Estaba forrada de personas, con una tarima del lado derecho, al entrar. No llevábamos ni dos minutos dentro, cuando en el micrófono anunciaron que habían estado asaltando a punta de cuchillo, y que tuviéramos cuidado con nuestras pertenencias. Esto solamente puso alerta a Juan, quien estuvo pendiente de Andrea y de mí durante todo el día. 

Seguimos caminando directamente a donde estaban ubicados los barriletes. Llegamos al fondo de la cancha. Habían barriletes medianos y enormes; con diferentes formas, colores e imágenes. Todos parecían representar algo distinto y lo mismo a la vez. 

Aunque el sol estuviera fuertísimo, y costaba ver hacia arriba, no era nada que una mano encima de los ojos no pudiera solucionar. Los barriletes gigantes eran los más impresionantes. Había uno que parecía un águila y otro un alacrán. Eran tan grandes que triplicaban nuestra altura, y eran sostenidos por cuerdas enormes desde su punta hasta el suelo.  

Tomamos un montón de fotos cada uno, yo con la cámara de Wicho, quien no la quería usar. Después de una media hora caminando entre los barriletes, la cabeza me empezó a doler levemente. Ya sabía que me iba a doler, pues sufro de migrañas entonces no le di mucha importancia. Al mismo tiempo, tratábamos de llamar a Marisol, amiga de la universidad, quien iba a llegar un rato después. Ya nos había avisado que estaba en camino, pero cuando llegamos a Sumpango, las líneas estaban saturadas y no podríamos sacar llamadas, ni entraban llamadas.

 

Caminamos alrededor de los barriletes medianos, tratando de encontrarla pero no lo logramos. Luego de un rato, como a las 12.00 del medio día decidimos irnos, pues teníamos planes de ir a almorzar a El Rincón Suizo en Tecpán. Para este entonces, por más que estuviera disfrutando de los barriletes, ya no aguantaba el dolor de cabeza. 

El conductor de bus que nos llevó al lugar le dio su número de teléfono a Juan para que lo llamáramos cuando nos quisiéramos ir. Sin embargo, la línea seguía saturada y no podíamos llamarlo. Cuando logramos bajar, nos encontramos otro bus del cual se estaban bajando un par de personas, y nos subimos en él. 

Las ventanas del bus no se podían abrir, y el conductor iba parando para que más gente se subiera. Nos apretamos todos para caber. El calor estaba insoportable, y todos íbamos sudando. Juan decidió abrir la puerta del bus, para que hubiera un poco de ventilación, pero igual no entraba nada de aire. En el bus se subieron tres señoras, y un niño. Las señoras eran zacatecas, y fueron platicando todo el camino con Juan, quien les fue haciendo conversación. 

Finalmente llegamos al parqueo, nos bajamos, le pagamos al conductor, y nos fuimos directo al carro. Esta vez, yo pedí ser la copiloto, pues quería que el aire acondicionado me cayera directo. Para este momento no podía ni abrir los ojos, todos iban platicando, con música, pero yo iba cansadísima. Me puse mi suéter de almohada, y me quedé dormida. 

Fue una experiencia inolvidable. Me encantan los barriletes, desde niña no ha habido un noviembre que no me compre mi barrilete. Me pareció impresionante la inmensidad y la grandeza de cada uno de los barriletes. Aunque me dio insolación volvería a ir, solo que esta vez recordaría al menos llevar una gorra.

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